viernes, 12 de septiembre de 2014

LA MANO Y LA LLAVE







Los autobuses vaciaban su contenido de carne, gorras y cámaras de fotos abajo, en los aparcamientos. Poco a poco, los visitantes iban subiendo la cuesta a pie y cuando llegaban a la Puerta de la Justicia empapados en sudor, se detenían a admirar los arcos, conscientes de estar a punto de entrar en un lugar sagrado, mágico y bello. Al viejo apenas se le veía entre la corriente de turistas, pero este era el momento que él aprovechaba para plantarse ante las puertas y comenzar su perorata.

“¡El verdadero palacio de la Alhambra se encuentra enterrado bajo estas ruinas y aún atesora todas sus riquezas!” – Iniciaba así su narración, con voz poderosa. Normalmente se hacía un silencio expectante y la multitud se acercaba más. “¡Cuando la mano empuñe la llave, aparecerá ante nosotros el tesoro del Reino de Granada!”

Era fácil encontrar cada día algún turista avezado que había leído la obra de Irving antes de visitar la Alhambra y apreciaba oír, en ese preciso escenario, el cuento del astrólogo árabe. Así, narraba la historia de un consejero del Rey de Granada que se enamoró de una princesa cristiana. La joven, a su vez, era prisionera y amada del monarca, lo que provocó un enfrentamiento entre los dos hombres. Según la leyenda, el consejero, astrólogo de profesión, utilizó sus conocimientos de magia y alquimia para raptar a la bella princesa y encerrarse con ella en su palacio bajo la montaña, no sin antes lanzar un encantamiento a las majestuosas puertas. El hechizo le mantuvo a salvo de la ira del Rey quien, finalmente, acabó sus días derrotado y solo. Sobre aquella montaña, y tras sus puertas, decían, se construyó posteriormente la Alhambra.

Satisfechos, los visitantes agradecían el relato y algunos incluso aplaudían. El viejo se retiraba entonces a su rincón y guardaba la calderilla en la limosnera; bajaba los ojos y soñaba. Pero su mente no evocaba a princesas ni astrólogos, porque esos personajes sólo aparecían en los cuentos que las abuelas inventaban para dormir a los niños, cuando las familias aún se calentaban a la luz de las hogueras. No. En su soledad, el viejo soñaba siempre con un próspero reino nazarí cuyas calles, escuelas y hospitales visitaba a diario, mientras el pueblo le aclamaba y se arrodillaba a su paso. Esas gentes eran sus súbditos y le querían como a un padre. Era su adorada Granada, por cuya protección habría dado su vida. Pero en su lugar, el Destino quiso que entregara su corazón y su honor. Por proteger a Granada, concedió su palabra a un rey que no era su hermano ni de sangre, ni de fe. Y así entró vencedor a caballo por la Puerta de Goles de Sevilla, junto al que llamaban el Santo, pero su gente a él le llamó traidor y le maldijo porque había vendido a su ciudad. Granada no se lo perdonó. No pudo volver a su reino, no pudo volver a la Alhambra.

El dolor del recuerdo le sacaba siempre de su duermevela. Hacía ya demasiado tiempo y sin embargo, no era capaz de olvidarlo. Entonces, azuzado por la rabia, aquél viejo que contaba cuentos apretaba el puño y reclamaba para sus adentros: “¡Yo soy Mohamed Abu Alhamar, primer Rey de Granada, y algún día...!”.

Pero después siempre le vencía el cansancio de los años y, arrebujado entre sus ropas, dormía mientras su puño permanecía apretado. Y es que, hacía mucho tiempo, algo había desaparecido de esa mano. Una llave.


miércoles, 27 de agosto de 2014

EL INTRÉPIDO SOLDADO



Sobre la chimenea resplandece el retrato de James Cotton vestido con su uniforme de gala, apuesto y joven. También luce una sonrisa orgullosa que hace juego con la parte derecha de la foto, donde aparece un hombre algo mayor que él y trajeado. Ambos se están saludando al estilo militar. James se apoya en una muleta con la otra mano, el brazo en tensión; no es momento para mostrar debilidades.

Meggan lleva algunas horas quieta, sentada en el sillón mirando esa imagen. Sólo hace un año de aquella escena y parece que han pasado milenios, dejando solo un recuerdo borroso de aquél instante de felicidad. Hace ya un buen rato que ha llegado a la conclusión de que tiene que destruir esa fotografía, así que las llamas de la chimenea envuelven al capitán James Cotton y su sonrisa se transforma en una mueca de dolor.

Ese mismo dolor despierta a James. Está empapado en sudor y el calor es insoportable. ¿Qué coño ha pasado? ¿Dónde diantres estoy? Apenas se ve alrededor, un humo hediondo, denso y negro le ciega y no le deja respirar. Oye el crepitar de las llamas cerca, muy cerca. No encuentra su muleta, pero con gran esfuerzo se pone en pie. Su pierna rígida, inservible, le obliga a echar cuerpo a tierra y arrastrarlo con los codos. Empieza a encontrarse realmente mal, le quema la piel y se le nubla la mente. No está soñando. Como a la mayoría de los veteranos, a James se le repiten sueños en los que las bombas caen a su alrededor y los edificios estallan en llamas pero, en el fondo, siempre sabe que son recuerdos que se reordenan durante la noche, así que no tiene miedo. Pero esto es diferente, porque todo lo que están percibiendo sus sentidos es real. Incluso el regusto metálico de su boca. Es como si estuviera en el Infierno. ¡Meg!, se acuerda de su mujer. Desea que en este momento ella se encuentre muy lejos. Qué infelices hemos sido, Meg. Grita con todas sus fuerzas pidiendo ayuda de cualquier tipo, humana o sobrenatural. Qué más da, mientras pueda sacarle de ese horrible lugar. ¡James!, una voz se oye cerca y familiar. ¿No sabes dónde estamos, James? ¿Tú también, Jack? ¡Salgamos de aquí! No, amigo, no saldremos. ¡Jack no te veo! Estoy aquí, junto a ti. He estado aquí todo el tiempo, Jack-in-the-box, escondido para darte una sorpresa. ¿Te ha gustado?

Poco a poco el humo se disipa y James ve una silueta borrosa. Un hombre vestido con un traje le saluda al estilo militar. Tiene la cara pintada como un payaso, como el muñeco de los MacDonald’s. Es Jack, el mismo de aquella fotografía que tanto odia Meg.

¡Has sido tú quien me ha traído aquí! Debí imaginármelo, nunca me fié de ti. Y aún así te he servido arriesgando mi vida, he defendido tu honor. He matado por ti y por tu culpa estoy lisiado. Tiene que ser una broma, Jack ¡Dime que es una broma! Tus torpes pasos te han traído aquí, soldado. Abriste mi caja, ¿recuerdas? Te dejé vivir un tiempo, pero sabías que este iba a ser tu final. Qué lástima que ya no fabriquen balas de plomo; te habría cosido a balazos para después ver cómo te derrites. Pero no importa, tu mujer ha hecho un buen trabajo. ¡Hijo de puta, qué le has hecho a Meggan! ¿Yo? No, James, no fui yo quien la abandonó. ¡Déjame ir, tengo que explicárselo todo!

En su habitación, Meggan está guardando algunos objetos en una caja de cartón. Son cosas de James. Hace meses que se fue, pero ella las ha mantenido intactas hasta hoy. Tirará algunas cosas a la basura y donará otras, como esa caja sorpresa que tiene un payaso dentro. No recuerda cómo llegó a la casa, pero nunca le gustó. Le recuerda al tipo aquél desagradable que condecoró a James, el que sale en la foto. No, mejor no donará la caja, la tirará a la chimenea. Ese horrible muñeco no volverá a asustar a nadie.