Los autobuses vaciaban su contenido de carne, gorras y cámaras de fotos abajo, en los aparcamientos. Poco a poco, los visitantes iban subiendo la cuesta a pie y cuando llegaban a la Puerta de la Justicia empapados en sudor, se detenían a admirar los arcos, conscientes de estar a punto de entrar en un lugar sagrado, mágico y bello. Al viejo apenas se le veía entre la corriente de turistas, pero este era el momento que él aprovechaba para plantarse ante las puertas y comenzar su perorata.
“¡El verdadero
palacio de la Alhambra se encuentra enterrado bajo estas ruinas y aún atesora
todas sus riquezas!” – Iniciaba así su narración, con voz poderosa. Normalmente
se hacía un silencio expectante y la multitud se acercaba más. “¡Cuando la mano
empuñe la llave, aparecerá ante nosotros el tesoro del Reino de Granada!”
Era fácil
encontrar cada día algún turista avezado que había leído la obra de Irving antes
de visitar la Alhambra y apreciaba oír, en ese preciso escenario, el cuento del
astrólogo árabe. Así, narraba la historia de un consejero del Rey de Granada que se enamoró de una princesa
cristiana. La joven, a su vez, era prisionera y amada del monarca, lo que
provocó un enfrentamiento entre los dos hombres. Según la leyenda, el consejero, astrólogo de profesión, utilizó sus conocimientos de magia y alquimia para raptar a la bella princesa
y encerrarse con ella en su palacio bajo la montaña, no sin antes lanzar un
encantamiento a las majestuosas puertas. El hechizo le mantuvo a salvo de la
ira del Rey quien, finalmente, acabó sus días derrotado y solo. Sobre aquella
montaña, y tras sus puertas, decían, se construyó posteriormente la Alhambra.
Satisfechos,
los visitantes agradecían el relato y algunos incluso aplaudían. El viejo se
retiraba entonces a su rincón y guardaba la calderilla en la limosnera; bajaba
los ojos y soñaba. Pero su mente no evocaba a princesas ni astrólogos, porque esos personajes sólo aparecían en los cuentos que las abuelas inventaban para dormir a los niños,
cuando las familias aún se calentaban a la luz de las hogueras. No. En su soledad, el viejo soñaba
siempre con un próspero reino nazarí cuyas calles, escuelas y
hospitales visitaba a diario, mientras el pueblo le aclamaba y se arrodillaba a
su paso. Esas gentes eran sus súbditos y le querían como a un padre. Era su adorada Granada, por cuya
protección habría dado su vida. Pero en su lugar, el Destino quiso que entregara su corazón y su honor. Por proteger a Granada, concedió su palabra a un rey que no era su hermano ni de sangre, ni de
fe. Y así entró vencedor a caballo por la Puerta de Goles de Sevilla, junto al que
llamaban el Santo, pero su gente a él le llamó traidor y le maldijo porque había vendido a su ciudad. Granada
no se lo perdonó. No pudo volver a su reino, no pudo volver a la Alhambra.
El dolor del
recuerdo le sacaba siempre de su duermevela. Hacía ya demasiado tiempo y sin
embargo, no era capaz de olvidarlo. Entonces, azuzado por la rabia, aquél viejo que contaba cuentos apretaba el puño y
reclamaba para sus adentros: “¡Yo soy Mohamed Abu Alhamar, primer Rey de Granada, y algún día...!”.
Pero después siempre le vencía el cansancio de los años y, arrebujado entre sus ropas, dormía mientras su puño permanecía apretado. Y es que, hacía mucho tiempo, algo había desaparecido de esa mano. Una llave.
Pero después siempre le vencía el cansancio de los años y, arrebujado entre sus ropas, dormía mientras su puño permanecía apretado. Y es que, hacía mucho tiempo, algo había desaparecido de esa mano. Una llave.