Ya caen sobre mí las hojas de los
árboles y sigo aquí sentado. Hace días que vengo a este lugar por la mañana
esperando ver amanecer y no había pensado que pronto llegaría el otoño. He de
decir en mi favor que es difícil distinguir las estaciones, pues ya no se
percibe si la noche es más larga, o si el sol luce por más tiempo. No hace ni
más calor ni más frío que ayer.
Observo esas hojas que hace
tiempo se marchitaron pero que se aferraron a sus ramas, como un náufrago a una
tabla de madera. Hoy, por fin, han caído. Y he recordado el otoño. Era mi
estación favorita, la de los colores más sutiles, la de las luces más
distantes. Echo de menos esas luces. Vengo aquí porque, desde esta colina, se
podía ver el sol naranja tras la silueta cambiante de la ciudad. Y en ese momento,
era como si no existieran las personas, como si no hubiera nadie en las calles,
y tan sólo ese círculo majestuoso tuviese vida propia.
Ahora la vida es tan artificial
como monótona y las diferencias las marcan la alarma de mi reloj y mi estómago.
Hace unos días nos arrebataron el sol, pero sobrevivimos. Y aunque ya no me
importe, estoy seguro de que saldremos adelante. Porque algo no ha cambiado y
no lo hará nunca: subsistimos.