Hacía dos semanas que habían zarpado cuando de repente, las estrellas cambiaron de lugar y los sextantes y astrolabios dejaron de ser útiles. Desorientados, navegaron sin rumbo durante meses y agotadas las provisiones, tuvieron que alimentarse de peces y agua de lluvia.
Las mentes de los pescadores empezaron a enfermar en sus cuerpos desnutridos. El barco parecía sufrir la misma enfermedad que los hombres y se fue transformando lentamente. Las velas se convirtieron en un mohoso tejado, de las jarcias colgaron lámparas y los camarotes se tornaron habitaciones en las que moraba la humedad y el olor a desechos. Ya no era un barco de pesca sino una casa solitaria en la inmensidad del océano.
Cuando ellas aparecieron, nadie preguntó de dónde venían o cómo habían llegado hasta allí. La bodega hizo las veces de cantina y a partir de entonces la casa se convirtió en un burdel en alta mar, donde sus habitantes se abandonaron a sus deseos y placeres, abstraídos, hipnotizados. Decidieron no volver jamás a sus antiguos hogares, pues creyeron haber encontrado el Paraíso.
Engendraron hijos con las prostitutas, pero nacieron deformes y sin apariencia humana. Sin pesar alguno, fueron arrojados al mar por los pescadores y crecieron en la profundidad del océano como criaturas marinas solitarias.
A diario, los hombres lanzaban sus redes para pescar todo aquello que se pudiera comer y así, sin saberlo, atraparon y se comieron a sus hijos, exterminándolos del mismo modo en que habían acabado con muchas otras especies.